Todo era igual.
Todo era igual: pupitres, encerados, mesa del profesor, tablón de información, hall de entrada, aulas de plástica y música, biblioteca, sala de profesores,… Nada había cambiado en el instituto, lugar a donde, veinte años después y tras completar mis estudios con un máster de profesorado, vuelvo. Y donde antes fui alumna, ahora seré profesora. Pero al entrar en el instituto, mi primera impresión fue que nada había cambiado en doce años. Era como adentrarse en una cápsula del tiempo.
El aula de arte.
Al llegar, junto con dos compañeros más de prácticas, nos acercamos a la sala de profesores para preguntar por nuestra tutora. Por los pasillos mi mirada se iba cruzando con la de otros profesores que antaño me habían dado clase. ¿me recordaran? La directora nos recibe, nos explica cómo están las cosas por allí y cuál será nuestro papel en el instituto: cursos que nos tocan, profesores, horario, excursiones, etc.
Dadas las explicaciones, me presento junto con una de mis compañeras con las que compartiré mi experiencia como docente en prácticas de secundaria. La profesora nos recibe en el aula donde impartimos clases y fue toda una impresión encontrarme con ella porque era la misma que me dio clases de Educación Plástica y Visual cuando yo estudiaba allí. No recuerdo si se acordaba de mí, la verdad… Nada en ella había cambiado, sigue siendo la misma profesora de confianza, cercana, crédula (o no) y confusa (o no) de siempre. Contando y preguntando a los alumnos cosas sobre el día a día. No resulta tan incómodo como parece puesto que el ambiente en el aula es totalmente distendido y alejado de las formalidades académicas.
Buenos recuerdos.
Las prácticas se realizaron en el aula de arte, específica para esa tarea. Es de las pocas cosas que son nuevas en el instituto. Su existencia le da el aire de renovación que todos buscamos en un entorno académico. Son alumnos de 4°eso. En este curso ya pueden elegir especialidad. Y se nota. Su actitud es amable y tranquila. Cómo es una asignatura de especialidad solo son 9 alumnos y siempre falta alguno. Al ser tan pocos, en seguida nos conocemos y el ambiente de los nuevos alumnos hacia las novatas profesoras es muy amistoso. La clase transcurre de forma distendida. Finaliza y vamos al recreo. Nuestra tutora tiene que hacer un recado y mi compañera y yo vamos a la cafetería. Cómo hace buen tiempo, casi no hay alumnos, así en la barra sólo están los profesores tomando cafés. Nos acercamos y pedimos lo mismo.
Mientra nos tomábamos el café comencé a hablar con uno de los profesores de los que más recordaba de mi paso por el instituto: el profesor de Lengua y Literatura (y jefe cuando yo estudiaba allí). No se ahora, pero en su momento, su gran altura y cara impertérrita imponía a todos los alumnos que osaban comportarse mal. Dos toques en tu espalda y ya sabías que era el Jefe de Estudio mandándome a su despacho por mal comportamiento. Pero lo que más recuerdo de él, era su eficaz forma de impartir clase. Procuraba que tú mismo fueses capaz de ver los errores cometidos y buscar la solución. Además, era capaz de ver e incentivar las capacidades de cada alumno. Recuerdo que un día, me entregó una redacción corregida, la puso sobre mi mesa con un fuerte golpe y seguidamente me dijo: tú vales.
La nota que tenía en esa redacción era de un 9. Nunca antes había tenido una nota tan alta en ninguna asignatura. Y ya nunca más sería la última.
En la cápsula del tiempo.
Aunque mi sensación en el instituto era la de que el tiempo se había congelado, es verdad que hay cosas que jamás debería de cambiar: el entusiasmo de los profesores por transmitir sus conocimientos a los alumnos. Y eso, se pierde. Es normal. La rutina de los años, la vida personal de cada uno se vuelve compleja e influye en la vida laboral, las falta de interés por parte de los padres y del mismo sistema. Al final, todo va haciendo mella y para no sufrir, decides continuar procurando hacerte el menos daño posible. Esa era la conclusión a la que llegaba mi tutora, quien me contaba resignada que era difícil lidiar con muchas situaciones que se producían en el tándem padre-profesor y al final optan por salir lo menos heridos posible. Mi sensación de cápsula del tiempo se fue diluyendo conforme pasan los días y cada vez lo veía más claro.
No es que el tiempo se hubiese estancado, es había retrocedido.
Las aulas ya no eran responsabilidad de los alumnos, como cuando yo estudiaba, sino de los conserjes. El mobiliario de las aulas y su limpieza tampoco eran ya responsabilidad del alumnado. Los conflictos por los móviles en el aula fue un conflicto que tuve que vivir yo misma porque no había ningún tipo de control ni normativa sobre los mismos. Todo ello, eran cosas que habían desmejorado por completo la convivencia dentro del Instituto.
Sanear el ecosistema.
Al terminar las prácticas como profesora, me fuí de allí pensando que un espacio que debería de ser un hervidero académico de innovación e investigación, parecía más bien un caldo de cultivo de problemas y me duele pensar que no solo no han mejorado las cosas sino que, además, parecen haber empeorado. Me apena por quienes con el tiempo han sido víctimas de la mala convivencia entre alumnos-padres-profesores pero me voy con esperanza, sabiendo que todavía hay profesores que no ha perdido la chispa y energía que llenan la mente de los alumnos de ganas de aprender y desde mi pequeño rincón, hago serio y duro llamamiento a la sociedad. Porque no es posible que, a estas alturas, dejemos que se destruya todo un ecosistema académico.